Habían dejado atrás Laguna Seca, Altos Encrespados, el
tétrico paso del río Mortar y al fin hallaban descanso en el asentamiento de
Roca Llorosa.
Un cercado de estacas de madera endurecida apuntaban
desafiantes hacia el este, cerrándose en prietas hileras, formando un
semicírculo que cubría la entrada al desfiladero del mismo nombre.
-Por fin… –masculló Justin, que harto del camino hubiera
dado un brazo por hacer noche en cualquier lugar medianamente civilizado.
Una decena de metros sobre sus cabezas, los ballesteros
se mantenían vigilantes. Desde aquellas posiciones elevadas, talladas en la
roca rojiza, hasta el peor de los arqueros era un adversario temible.
Sir Justin Jackson se tomó unos segundos para observar a
los soldados que les miraban con curiosidad. Sus uniformes estaban raídos y
sucios. Le desagradó ver que parecían haberse alejado de la disciplina militar
que regía en los ejércitos de El Eterno, asemejándose en su vestimenta más a
mercenarios en busca de fortuna que a verdaderos soldados.
Sacudió la cabeza de un lado a otro en señal de negación.
–Todo se desmorona –murmuró.
Años atrás aquellas estacas habían protegido la Puerta del Fin del Mundo,
marcando la frontera este de los reinos del Eterno.
Hoy en día, empezada la construcción de una segunda
torre, aquella posición había perdido gran parte de su interés estratégico. Las
pesadas puertas de hierro permanecían en sus goznes abiertas de par en par,
mientras que la empalizada de madera y el acero de escasos treinta Guardias
Rojos la mantenían a salvo.
Dos mozos de cuadras, harapientos y cubiertos de
porquería, se ocuparon de sus monturas. Los caballos los acompañaron mansos, sudaban
a mares por el esfuerzo de la marcha y el calor que azotaba a aquellas alturas
del verano. Agotados parecían soñar con
el agua y el heno.
Sir Justin hizo una señal con la mano enguantada, dos de
sus hombres acompañaron a los muchachos. Era un hombre precavido y no dejaría
sus caballos en manos de cualquiera.
Un viejo conocido se aproximaba dispuesto a darles la bienvenida,
el viento hacía ondear su capa carmesí. Mientras se afanaba en evitar los
charcos de barro, se atusaba los cabellos grasientos tratando de otorgarle un
mínimo de decoro a su estampa.
-Bienvenidos mis señores, ¿a qué debo tan agradable
visita? –dijo el fornido Guardia Rojo que ostentaba la capitanía de aquel paso
fronterizo.
-Fuerza -contestó Sir Jackson con voz firme.
-Honor -respondió el capitán con cierta dejadez.
Sir Justin lo fulminó con una mirada glacial. La desidia
en la respuesta y la escasa rectitud de su uniforme eran motivo suficiente para
crisparle los nervios.
<<Deja a un hombre revolcarse en un charco de barro
y no tardará en convertirse en un cerdo>>.
-Mis disculpas Sir Jackson, el antiguo saludo escasea por
estos lares -respondió éste a modo de justificación.
-Quizás estemos demasiado lejos de La Torre –le espetó Sir Jackson
con lengua afilada-, a esta distancia las sanas costumbres se corrompen rápido.
El capitán asintió con la cabeza sin atreverse a abrir la
boca. No todos los días se tenía frente a las narices a un Sir de Ciudad Esperanza.
Sir Justin observó las largas tiras de tela deshilachada
que bailaban al viento anudadas a las picas del cerramiento. Las señaló con el
dedo índice. -Espero no tener que llevar a La Torre las noticias de un destacamento abducido
por La Tormenta.
-Despreocúpese noble señor, aquí sólo existe un Dios
-dijo el capitán al tiempo que señalaba la
espada que pendía de su cintura.
Conocía a aquel hombre de modales rudos. <<Jodido
Elmer… -dijo para sí mismo-, por muchos tumbos que dé la vida siempre te cruzas
en mi camino>>.
Años atrás el capitán, que en aquel entonces carecía de
aquella barriga prominente y de aquel rostro marcado por la edad, había servido
bajo las ordenes de Sir Jackson.
<<Un chico apuesto con un futuro prometedor
–recordó Justin sin poder evitar una sonrisa ruin>>.
Aquel futuro prometedor se truncó el día que el joven
capitán Elmer había pretendido a una muchacha, la segunda hija de una
reconocida familia de arrendadores. Para su desgracia Justin quería a la joven
para él. Finalmente ninguno gozó de los favores de la dama, la cual rechazó la
paga y la vida tranquila que Elmer le proponía y también las noches de vino y
rosas con las que Justin la tentaba. Ambos acabaron por culparse mutuamente del
rechazo. Pasaron los años, pero Justin no olvidaba una afrenta y desde entonces
no perdía ocasión de importunarle.
Elmer lo condujo al interior de su tienda. Era circular,
de tela basta, decolorados tonos cobrizos, y la mayor de cuantas albergaba
aquel pequeño fuerte fronterizo. De los refuerzos del techo pendían lámparas de
aceite, y zafias alfombras de cáñamo trenzado cubrían un suelo de tierra
compactada.
En su interior y sobre una enorme mesa de castaño se
amontonaban un sinfín de platos de latón, jarras vacías y restos de comida. Con
un solo movimiento de su brazo arrojó al suelo todo cuanto permanecía sobre
ella.
Sir Justin Jackson volvió a fruncir el ceño. <<A
medida que se alejan de La Torre
mayor es su tendencia a regodearse en la dejadez y la inmundicia -reflexionó en
voz baja>>.
-Benjamin -gritó el capitán con voz de trueno.
Un muchacho apocado, tan harapiento como los mozos de
cuadras y con la cara plagada de pecas apareció apenas transcurridos unos segundos.
-Apúrate, el señor está hambriento –le gritó señalando
con evidente falta de educación a su invitado. -Trae vino y que el cocinero
prepare algo caliente.
El muchacho asintió con la cabeza.
-Y recoge toda esa mierda -gritó de nuevo propinándole un
puntapié en el trasero.
Benjamin se apresuró a recoger el batiburrillo de copas, platos
y jarras sin atreverse a levantar la vista del suelo. Desapareció haciendo malabarismos
tan rápido como le permitieron sus zancudas piernas.
-Perdóneme mi señor, es difícil encontrar buen servicio
aquí, en el culo del mundo -afirmó Elmer con una sonrisa plagada de dientes
ennegrecidos.
Sir Justin Jackson no se dignó a responder.
Justin tomó asiento en una amplia silla de cuero
claveteada con puntas de acero. El capitán, viendo el lugar en el que acostumbraba
a sentarse ocupado por el apuesto noble, se conformó con una mísera banqueta de
madera gris.
Justin lo observó con una sonrisa de oreja a oreja.
<<¿Por qué disfruto tanto humillándole? -se preguntó>>.
Quedaban veinte días para la Fiesta de Estío. Un año
antes, al frente de una columna de doscientos soldados y constructores, había
abandonado Torre Esperanza, avanzando cientos de leguas hacia el este a fin de
aumentar las fronteras del reino. La construcción de Torre del Este había
comenzado.
Ahora regresaba por primera vez. Protegido por una veintena
de guardias, marchaba a galope a fin de acudir al Consejo del Reino.
<<El tiempo vuela –meditó-, parece que fue ayer y
ya ha pasado un año>>.
Estaba preocupado, había perdido treinta y dos hombres
tan sólo en la cimentación, y las tribus de nómadas no dejaban de hostigarles.
Habían llegado incluso a sitiar la nueva edificación.
Sir Jackson jamás pensó que aquellas manadas de salvajes
tuvieran tanto arrojo. Afortunadamente sus tropas habían logrado romper el
cerco, aunque el precio en sangre había sido elevado: más de cincuenta soldados
entre muertos, desaparecidos y heridos irrecuperables.
Necesitaba más brazos, más espadas, más suministros y esperaba
que El Regente, Nikolay Variliof, se los concediera.
Dejó de fantasear y se centró en la realidad. Llevaba
casi un año alejado de los mentideros de Ciudad Esperanza y estaba sediento de
noticias.
Mientras que con una mirada acostumbrada a hurgar en el
alma de los hombres trataba de adivinar si aquel capitán podía aportarle alguna
información, adecentó con un gesto de la mano su cuidada melena y enderezó los
cuellos de su jubón.
El soldado era brabucón y vocinglero, pero jamás se
atrevería a negarle algo a Sir Justin Jackson. Por suerte o por desgracia se
conocían y el capitán Elmer sabía cómo se las gastaba el Sir.
-Bien amigo Elmer, ¿alguna noticia de La Torre? –preguntó a modo de
introducción.
Torció el gesto. Sin duda no estaba acostumbrado a que
sus huéspedes le obligaran sentarse en un taburete y mucho menos a que le interpelaran
sin el menor pudor.
El capitán se encogió de hombros con actitud huraña.
-Nada que reseñar -afirmó hosco.- Los últimos correos llegaron hace más de tres
semanas, La Tormenta
se los lleve.
La sola mención de la Diosa Tormenta hizo
que Sir Justin arqueara las cejas en claro gesto de desaprobación. La nueva
religión se extendía como la gangrena. El capitán no pareció darse cuenta del
percance y continuó su alocución sin la menor preocupación.
-Vinieron hablando de cerdo asado, de pan caliente, de
hidromiel y de vino especiado. -Faltó poco para amotinarme a todo el destacamento.
-Nuestro regente celebra en este estío la mayoría de edad de su hija, la niña
ya es toda una mujer, y con quince años son decenas los que esperan por su mano
–añadió mientras frotaba con la manga el broche que prendido del cuello de su
guerrera le identificaba como capitán.
Justin conocía de sobra los preparativos de aquella
fiesta, no en vano la princesa Mireia era la única hija de Variliof el Eterno.
Ya un año atrás, cuando abandonaba la seguridad de los muros de Torre Esperanza,
sabía que el Rey preparaba para el año venidero una fiesta prodigiosa, que
quedara escrita con letras de oro en los anales de la historia de Ciudad
Esperanza.
-Bien, bien… -dijo Justin sacudiendo la mano con gesto de
aburrimiento. -¿Qué hay de Melmoth y su Ciudad Errante?
El capitán tampoco estaba acostumbrado a que le
interrumpieran, y contrariado tuvo la tentación de levantarse y abandonar la
estancia. Se lo pensó mejor y permaneció sentado.
Justin hizo caso omiso a los humos de su anfitrión y
continuó con sus preguntas. Él era un Primigenio, y ningún ciudadano del reino
osaría hacerle tal desplante. No obstante dejó entrever la insignia en forma de
reloj de arena que acreditaba su rango.
El capitán clavó sus pupilas en la chapa de acero que
colgaba de un grueso cordón de oro del cuello de su huésped, y tras balbucear
unos instantes empezó a hablar.
-Hasta donde yo sé, y le advierto que llevo en éste
agujero infecto siete meses, la Ciudad Errante sigue evaporándose ante los ojos
de nuestros exploradores. -Antes de partir, en los barracones de Ciudad
Esperanza, se comentaba que Torgaz el Negro había logrado seguirle el rastro
durante días, aunque finalmente, como siempre, desapareció sin dejar huella.
Se tomó un instante para secarse el sudor de la frente
con la manga de su uniforme rojo y continuó hablando. -Melmoth es un hijo de
puta con suerte –afirmó elevando la voz. -Arrasó el destacamento Laguna Negra
en el noroeste y redujo a cenizas todas y cada una de las granjas que se
cruzaron en su camino.
Parecía haber rabia en sus palabras y gesticulaba con
ambas manos.
-Luego, cargado con un generoso botín de grano, cerveza y
mujeres huyó al norte -añadió.
Sir Jackson asintió con la cabeza, aquellas noticias
también habían llegado a Torre del Este.
-El propio Hans Meller lideró el ala del ejército que
trató de darle caza -continuó diciendo el capitán. -Pero siguiendo su
desagradable costumbre, Melmoth el Errabundo acompañado de toda su jodida
ciudad, se evaporó como la bruma de verano.
-Un hurra por Hans, nuestro disciplinado Consejero de
Defensa -dijo Sir Justin Jackson con tono socarrón. <<El vulgo adora a los hombres audaces,
lástima que se le hubiera escapado la presa y tuviera que volver con el rabo
entre las patas –reflexionó con sorna>>.
El capitán Elmer continuó su alocución clavando su mirada
ojerosa en los ojos intensamente azules de Sir Justin. -Por ahí se dice que la Diosa Tormenta lo
protege, y que él hace sacrificios y la venera con fervor. -Dijo bajando la voz, como si temiera que la misma
Diosa lo oyera.
-Aunque siendo realista –añadió elevando la voz de
nuevo-, los príncipes de los reinos del norte, o de más allá del mar, a la
fuerza tienen algo que ver.
Sir Jackson asintió con la cabeza. <<A pesar de su apariencia
tosca, el capitán no es imbécil del todo -meditó>>.
El muchacho pecoso apareció asomando su cabeza redonda a
través de la puerta de tela. Llevaba una escudilla humeante y un cuenco de
tortas de maíz gruesas como libros de historia, le acompañaba un niño de tez
morena que apenas levantaba una cuarta del suelo y que se las veía y se las
deseaba para sostener una jarra de vino.
El chico les llenó las copas, volvió a dar lumbre a una
de las lámparas y tras hacer una ligera reverencia salió de la tienda
perseguido por el mocoso.
Elmer engulló de un trago el contenido de su copa y se
sirvió una más. -Esto ya es otra cosa -farfulló. -Tenía la garganta seca como
el desierto.
Sir Jackson partió con los dedos una de las tortas de
maíz. Le sorprendió que aquel pan sencillo tuviera tan buen sabor, por el
contrario el vino era malo, fuerte y picaba a ácido.
-Y bien querido Elmer, supongo que un capitán de La Guardia con una
experiencia en mando como la suya tendrá su propio método para acabar con
Melmoth –dijo Sir Jackson mientras bebía un ligero sorbo de su copa.
El soldado vaciló unos momentos, preguntándose si aquel
petulante Primigenio le estaba tomando el pelo, tras pasar repetidamente la
mano por el pomo de su espada pareció recuperar la autoestima.
-Me consta que Variliof tiene en La Torre buenos espías -afirmó
con voz segura. -Sir Ardidas Mahon se jacta de tener más orejas que una cueva
de murciélagos. -Es el momento de que las use, no debería costarle demasiado
enterarse de qué rey del norte apoya a Melmoth y fraguar una alianza con él –continuó diciendo.
-Una vez Melmoth carezca de muros donde resguardarse para
pasar el invierno, nuestro ejército caerá sobre él como los buitres sobre un
cadáver podrido.
-Un cadáver exquisito -añadió Justin, que masticaba con
parsimonia un trozo de corteza. -Un buen plan, pero, ¿qué rey rompería su alianza
con el norte, arriesgándose a la guerra con cuantos fueron sus aliados desde el
principio de los tiempos? -preguntó Sir Justin. -No creo que haya en el mundo
monedas de oro suficientes como para comprar su voluntad.
Elmer asintió con la cabeza y sonrió malévolamente. -En
el mundo hay muchas monedas de oro, pero sólo una princesa Primigenia.
-Casemos con su príncipe nuestra princesa y Melmoth será
historia -afirmó el capitán golpeando
la mesa con el puño cerrado.
Justin sintió el pan atragantársele en la boca de la
garganta, lo escupió al suelo. Mientras limpiaba de migas su barba alzó la voz
irritado -Los Primigenios no nos intercambiamos como ganado –gritó. -La princesa
Mireia es una flor demasiado delicada como para arrojarla a la boca de los
cerdos –añadió furioso. -Antes que eso prefiero mil años de guerra y que la
sangre empape cada uno de los metros de tierra que componen el reino.
-Gracias por la cena capitán -dijo levantándose airado.
-Ahora descansaré con mis hombres. -Encárguese de que las monturas estén
limpias, descansadas y preparadas para partir al alba -ordenó.
Introdujo la insignia de acero bajo el chaleco de
cuero y abandonó la estancia.
Atrás el capitán no acertó a decir palabra, temía haber
hablado demasiado y por todos los Dioses que esperaba que sus palabras no se repitieran
por boca Sir Jackson ante Variliof el Eterno.
Sus hombres descansaban a unos pasos de La Puerta del Fin del Mundo.
Habían montado las tiendas formando un pequeño círculo alrededor de una
hoguera, la bandera roja y oro de la casa de los Variliof ondeaba en lo alto de
cada una de ellas. Mientras la mayoría de ellos ponían en orden sus armas y
pertrechos alguno ya había logrado conciliar el sueño.
Justin se dirigió a su lugarteniente. Beonas no era más
que un mercenario, y su condición de ciudadano seguía supeditada al tiempo que
se mantuviese bajo sus órdenes, de todas formas le había servido bien y a
Justin sólo le preocupaba su seguridad. Si la lealtad de aquel hombre era hacia
su propia persona o hacia los eternos de oro con los que le pagaba le traía sin
cuidado.
Beonas había perdido el ojo izquierdo en una escaramuza
con los nómadas, pero a pesar de todo seguía siendo un temible soldado, rápido
con la espada, ágil de mente y uno de los pocos ciudadanos diestro con el arco
y las flechas.
-Quiero cinco vigías, uno en cada punto cardinal y uno
más vigilando a los arqueros de la montaña –le ordenó. -Esta noche dormiremos a
pierna suelta y no quiero imprevistos.
A Beonas le sorprendió que su señor se inmiscuyera en
cuestiones relativas a la seguridad de la expedición, de todas formas asintió
con la cabeza y se dispuso a distribuir las tediosas guardias nocturnas entre
los hombres.
Sir Justin Jackson observó a su lugarteniente alejarse.
<<Así me gustan los soldados…obedientes -dijo para
sí mismo>>.
La noche los cubrió con su manto de oscuridad, los vigías
la atravesaban con sus antorchas mientras los lobos aullaban en las cercanías.
Acostado sobre el camastro de gruesas pieles el sueño se negaba a acompañarle.
Como tantas otras veces observaba el techo con la mirada perdida.
Recordó a la princesa Mireia. Era tan sólo una niña, pero
a tan tierna edad ya evocaba la belleza arrebatadora de su madre. –Leisiniah
-dijo en un susurro. Sonrisa dulce, un torbellino de rizos rubios y una mirada
azul que le había hecho perder la cabeza. Los Dioses sabían que la había amado.
Cerró los ojos y como tantas otras veces el rostro de su
antiguo amor se le apareció. En su memoria seguía siendo joven. <<Los
muertos no envejecen>>.
Sir Justin Jackson había estado prometido con Leisiniah
de Oht. Ambas familias estaban de acuerdo y los dos novios esperaban el día del
enlace con ansia. Luego todo se vino al traste, el Rey se cruzó en su camino,
las promesas de matrimonio se diluyeron como las lágrimas en un mar salado y
Leisiniah de Oht pasó a reinar al lado de Variliof el Eterno.
Muchas veces se había arrepentido de no luchar por ella,
pero al fin y al cabo quién era él para interponerse en los deseos de un Rey.
Se incorporó y apoyó ambos pies en el suelo. Estaba frío.
<<Quizás la idea de aquel capitán no fuera tan
descabellada como parecía –pensó. -Qué mejor servicio para una princesa que
traer por fin la paz al reino. La paz amansaría a la plebe, alejaría la
posibilidad de una rebelión y acabaría con las hambrunas, permitiendo sembrar
más allá del Rio Turbio. Además comerciar con los reinos del norte podría
llenarles los bolsillos de eternos de oro>>.
Ahuyentó la ridícula idea de su cabeza. Variliof el
Eterno jamás lo permitiría, deseaba sobre todas las cosas mantener una dinastía infinita que se
alargara por los tiempos como si de una constelación se tratase, y por
desgracia Mireia era la clave de aquel sueño.
La princesa Mireia, tras la muerte de su madre, era la
única heredera legítima del reino de Nikolay Variliof, la única Primigenia por
cuyas venas corría la sangre de los Variliof. Los ciudadanos Primigenios, entre
los cuales él se contaba, eran escasos. La mayoría de ellos se habían desposado
con otros de menor rango, dando lugar a mestizos, que aunque carecían de la
inmortalidad de su progenitor al menos disfrutaban de una longevidad imposible
para el resto de los mortales.
Si Variliof el Eterno deseaba que sus nietos, al igual
que él y su hija, fueran bendecidos con el don de la eternidad, a la fuerza
Mireia habría de desposarse con un Primigenio.
-Seguro que ofertas no le faltarán -dijo en voz baja.